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lunes, 25 de marzo de 2013

HOGAR RECREATIVO Y CULTURAL III



María Carrascosa y Daniel San José, también alumno de la Institución de Amigos de la Enseñanza, La Institución, como la recordaron cariñosamente durante toda su vida, eran grandes aficionados al teatro desde sus años de estudiantes en los que participaron en las representaciones de obras de Galdós, los hermanos Álvarez Quintero y Manuel Linares Rivas, entre otros autores, y pasaron varios años representando, escribiendo y dirigiendo obras teatrales, formando parte del CUADRO ARTÍSTICO FARSALIA, dirigido por Ricardo Soleto, con quienes pusieron en pie entre otras obras: Tierra baja, de Guimerá (1 de junio de 1920); El Rayo, de Muñoz Seca (12 de agosto de 1920) y el entremés Eclipse Total, de Pedro Llabrés y del propio Daniel San José (7 de octubre de 1920). Todas estas funciones se representaron en el Coliseo Tamayo, en la calle Luis Cabrera, 40. Unos años después crearon el CUADRO ARTÍSTICO DE LA PROSPERIDAD CARRASCOSA–SAN JOSÉ, e incluso actuaron acompañando a la famosa pareja teatral Loreto Prado y Enrique Chicote en el Teatro Cómico.

Alrededor de 1921 marcharon a Santander, donde Daniel fue destinado como funcionario de telégrafos. En esa ciudad se casaron, tuvieron tres hijos y permanecieron once años. Durante ese tiempo Daniel San José compaginó su trabajo con la escritura de artículos en prensa, obras de teatro y poesía.
Regresaron a Madrid y se instalaron de nuevo en La Prosperidad, ya que Daniel fue nombrado jefe de Telégrafos del barrio. A partir de ese momento vivieron en la calle Malcampo, en la propia oficina de telégrafos, y fue entonces cuando el espíritu emprendedor de María, unido al amor al teatro y a la cultura en general, y las ideas progresistas e igualitarias de ambos, les llevaron a fundar junto a un grupo de personas afines, el HOGAR RECREATIVO Y CULTURAL, un sueño hecho realidad, un centro de enseñanza donde se ofrecieron cultura, conocimientos y formación gratuita a niños y mayores, con domicilio, primero en la calle de Canillas, 28, y más tarde en la calle López de Hoyos, 121, con recreo de verano en la calle Fernández de Oviedo, 3. Un proyecto iniciado con catorce socios y en el que llegaron a participar más de cuatrocientas personas. Un centro cultural, como lo llamaríamos en la actualidad, dotado con dos escenarios, biblioteca, aulas, salón de baile… y en el que se realizaron salidas campestres, conciertos, visitas a museos, bailes de carnaval y, desde luego, representaciones teatrales, base fundamental de su mantenimiento económico junto a las cuotas pagadas por sus socios. Porque ésta fue una aventura absolutamente altruista, sin ánimo de lucro, sin más intención que la de mejorar la vida de la gente de un barrio e intentar hacer de ella verdaderos ciudadanos. Un proyecto en el que se implicaron con todas sus consecuencias desde sus comienzos, aportando dinero, muebles, libros… y donde trabajaron incansablemente desde su puesta en marcha hasta su final.

Así escribía Daniel San José:
“Hora es ya, a mi juicio, de que dejando a un lado efervescencias y sentimentalismos de sus primeros tiempos, pasemos a hablar de la labor verdadera llevada a cabo por el Hogar: de la labor de él impulsada por sus hombres.
Sin duda alguna perdimos aquel aire primero de cosa íntima, de algo casero y de una muy relativa importancia.
El esfuerzo realizado hasta ahora por el Hogar Recreativo y Cultural es un esfuerzo de “alto bordo”, así subrayado.
 Nos encontramos cobijados bajo nuestro techo más de cuatrocientas personas, a las que tenemos el deber de enseñar, de educar, de prestar cultura. Y no es extraño que estos profesores, nosotros, sintamos a veces en nuestras carnes y en nuestras conciencias un ligero estremecimiento producido por la duda.
¿Sabremos cumplir exactamente con nuestro deber? ¿Nos ahogará el peso de nuestra propia obra? He aquí todo.
Y nos contestamos a nosotros mismos llevando a efecto un esfuerzo mayor. Poniendo un mayor interés en el desempeño de nuestras clases y misiones, y estudiando, si cabe, para estar siempre escalones por encima de nuestros alumnos, para siempre tener algo más que enseñarles.
Viendo en nuestras aulas sentados, hombres hechos y derechos, mujeres, muchachos, niños… el profesor siente en su alma la idea de su responsabilidad, el orgullo de ser quien es; y es por esto que nadie falta a su deber, a su trabajo; y es por esto que los directores no tolerarán un ligero incumplimiento en la responsabilidad tan sagrada de esta misión tan superior.
Al niño no engañarle, no crearle en los comienzos de su vida una plataforma falsa, para que al caminar por su cuenta se le rompa y caiga. No. Base firme, educación franca, valiente, verdadera; que cuando piense por su cuenta sólo pueda decir: en efecto, esto es tal como me lo enseñaron.
Al hombre, formalidad, seriedad; tratarle como un hermano -hermano hombre-, razonar con él y discutir serenamente; plasmar en el papel o en el encerado el problema, la cuestión a resolver, y mediante la dosis mayor de raciocinio, ir cogidos de la mano hasta la resolución final.” (Boletín mensual del centro, 15 de enero de 1933)






Realmente estremece leer estas palabras escritas hace casi ochenta años. Unas palabras en las que se adivina el espíritu impulsor de lo que se podría llamar nueva escuela, en un país acostumbrado a la enseñanza tradicional e impartida generalmente por religiosos en la que, desde luego, no se permitía pensar a los alumnos por ellos mismos. No es de extrañar que el Hogar se convirtiera en un lugar de referencia y tremendamente popular.

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