Mario Benedetti recibiendo el premio Reina Sofía de poesía iberoamericana |
El poeta uruguayo vivió en Madrid ante el parque que llevará su nombre
Aquí, en el número 7 de la calle de Ramos Carrión, en la portería, una tarjeta sigue diciendo en el buzón que aquí vive Mario Benedetti.
Benedetti murió en mayo del año pasado en Uruguay, su país, del que los militares lo echaron a culatazos morales en la época más terrible de su vida.
Esta casa fue el domicilio de uno de sus destierros, que España, entre otros países, convirtió en una estancia que él recordaría siempre con gratitud.
Ahora Benedetti no está; están sus libros de poemas, y ahí, en esta calle, sigue estando la memoria diluida del poeta. Y pronto estará, por decisión del municipio que le acogió, la plaza de Mario Benedetti. En el corazón mismo de Prosperidad.
La plaza es un conjunto de árboles, un lugar para que jueguen los chicos, un espacio para el fútbol, alrededor las calles de Santa Rita y de Ramos Carrión. Cuando estuvimos allí, bajo el sol de agosto, dos madres jóvenes cuidaban a los niños, unos muchachos que acaban de terminar sus carreras (de Empresariales, de Informática) cumplían la tarea de desearse suerte. Unas emigrantes americanas cuidaban de ancianas madrileñas protegidas por los árboles de la que será plaza de Mario Benedetti.
La ciudad lo acogió toda una década, durante uno de sus destierros
"Cuando la gente es educada deja un recuerdo hermoso", afirma su portera
La casa era humilde, las costumbres eran modestas
Cuando regresó a Uruguay dejó a sus amigos algunos objetos de recuerdo
A él le hubiera gustado, me dijeron sus amigos Chus Visor (su editor de poesía) y Benjamín Prado, poeta que venía a visitarle y a ver con él los partidos de fútbol. Aquí vivió con Luz López Alegre, su esposa, hasta que la mala salud de esta los hizo volver (para siempre) a Montevideo. Cuando se marcharon, ya Luz tenía completamente extraviada su memoria, así que Mario regresó (se "desexilió", como decía él) definitivamente, pero dejó acá muchas de sus pertenencias, y esa casa en cuya portería se conserva aún la tarjeta que los recuerda.
Allí, en la portería, estaba Juanita González, que fue la encargada del edificio mientras Benedetti lo habitó; era, me decía esta mujer extremeña que lleva más de 30 años en ese trabajo de asegurar a los vecinos la atención de la portería, una pareja de personas bien educadas y corteses. "Cuando la gente es bien educada el recuerdo que dejan es muy hermoso". Mario le regaló libros, que ella ha repartido entre sus parientes, y le dejó, sobre todo, el ejemplo de una austeridad caballerosa que también es memorable para Benjamín Prado.
Prado recuerda las tardes de fútbol, las conversaciones susurradas por este asmático fervoroso del Nacional y del mejor fútbol, pues el suyo fue siempre el buen gusto uruguayo por este deporte. Además, recuerda el poeta, lo distinguía la humildad. La casa era humilde, las costumbres eran modestas, y a pesar de que en los últimos años de su vida los derechos de autor arreglaron bastante su economía, seguía manteniendo ante el gasto la contención de un contable.
"A veces nos invitaba a cerveza a Chus y a mí", dice Prado, "y sacaba del enorme frigorífico una sola botella, con la que nos brindaba a los dos".
Esa sobriedad no era falta de generosidad; cuando se fue definitivamente, de modo que dejó la casa para siempre deshabitada, quiso que algunos amigos, entre ellos el propio Prado, se quedaran con algunos recuerdos suyos. "De modo que yo ahora me afeito", dice el poeta, "con la afeitadora de Benedetti, me siento en sillas pequeñas de Mario, tomo el té en su tetera...".
La casa de Madrid se parecía a la casa de Montevideo: muebles similares, despachos similares, iguales estanterías. Chus Visor recuerda "la mecedora en la que se sentaba para recibir a las visitas o para ver la tele, el despacho que miraba a la plaza y en el que escribía sus poemas, sushaikus, sus novelas...".
Le gustaba mirar a la plaza, es cierto, pero la cruzaba solo cuando iba a comer al Vips cercano, "siempre a la una de la tarde, siempre a la misma hora, y siempre para comer lo mismo, y siempre para tomarse luego un helado de vainilla que no llevara ni rastro de almendra...".
Una vida apacible en la plaza. Y no siempre tan apacible. Juanita recuerda que hace años atracaron a Mario; había ido al banco cercano, antes de un viaje a Uruguay. Una pareja de ladrones, bien trajeados ambos, le siguieron durante toda la operación bancaria, hasta que Benedetti volvió a su propio portal y se dispuso a abordar el ascensor. Entonces, aquel caballero que escribía poemas y era más puntual que los relojes les cedió el paso, creyéndolos de buena ley.
Ya en el ascensor, abofetearon a Mario, le quitaron "todo lo que había sacado del banco", dice Juanita, y luego lo abandonaron en el rellano, huyendo a toda prisa. A él, que era asmático, le dio un ahogo fatal. Pero cuando se recuperó le dijo a Chus, su amigo:
-¡Pero les di una piña! (una trompada, dicho en uruguayo).
Fue, quizá, el peor recuerdo de sus años tranquilos en el exilio que pasó en la que ahora será plaza de Mario Benedetti.
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